Impostorismo académico. El bucle paradójico del miedo al fracaso y al éxito


Academic impostorism. The paradoxical loop of fear of failure and success


Impostorismo acadêmico. O ciclo paradoxal do medo do fracasso e do sucesso


María Lujan Christiansen1


Recibido: 02/06/2024, Revisado: 22/06/2024, Aceptado: 29/07/2024, Publicado: 07/08/2024


Cita sugerida (APA, séptima edición): Christiansen, M. L. (2024). Impostorismo académico. El bucle paradójico del miedo al fracaso y al éxito. Revista Multidisciplinaria Voces De América Y El Caribe, 1(2), 201-

248. https://remuvac.com/index.php/home/article/view/80


Resumen


Contexto: El denominado “fenómeno del impostor” en el ámbito académico tiene profundas implicaciones psicológicas, relacionales, interaccionales y socioemocionales para quien lo vivencia y para su entorno. Objetivo: visibilizar la conexión entre dicho fenómeno y cierto estilo de respuesta asociada, recursivamente, a la ansiedad evaluativa, el perfeccionismo desadaptativo, la sobreeexigencia y la procrastinación. Tales nociones son desarrolladas sucintamente en el marco teórico, ofreciendo un aparato crítico que sitúe el tema en un horizonte amplio y diverso. Metodología: se basa en la relatoría de un estudio de caso (tipo viñeta) introducido a modo de ejemplificación. Esto resulta fértil para entretejer, didácticamente, el caso presentado con las nociones teóricas antes mencionadas. Se presentan los resultados alcanzados a través de la construcción del caso y se somete a discusión la cuestión sobre el rol de las instituciones educativas de nivel superior sobre la salvaguarda de la salud socioemocional de su comunidad académica. Conclusión: se destaca la necesidad de identificar los factores de


riesgo y de protección con los que cuentan los individuos en escenarios altamente competitivos y moldeados por una lógica eficientista-instrumental (donde los mecanismos de mantenimiento de “la excelencia” deben estar constantemente activos).

Palabras clave: Ansiedad evaluativa, fenómeno del impostor, perfeccionismo, procrastinación, sobreexigencia


Abstract


Context: The so-called “imposter phenomenon” in the academic field has profound psychological, relational, interactional and socio-emotional implications for those who experience it and for their environment. Objective: to make visible the connection between this phenomenon and a certain style of response associated, recursively, with evaluative anxiety, maladaptive perfectionism, overdemanding and procrastination. Such notions are succinctly developed in the theoretical framework, offering a critical apparatus that places the topic in a broad and diverse horizon. Methodology: it is based on the reporting of a case study (vignette type) introduced as an example. This is fertile to interweave, didactically, the case presented with the previous theoretical notions. Development: the results achieved through the construction of the case are presented and the question of the role of higher-level educational institutions in safeguarding the socio- emotional health of their academic community is discussed. Conclusion: the need to identify the risk and protection factors that individuals have in highly competitive scenarios and shaped by an efficient-instrumental logic (where the mechanisms for maintaining “excellence” must be constantly active) is highlighted.

Keywords: Evaluative anxiety, phenomenon impostor, perfectionism, procrastination, over- demanding


Resumo


Contexto: O chamado “fenómeno impostor” no campo académico tem profundas implicações psicológicas, relacionais, interacionais e socioemocionais para aqueles que o vivenciam e para o seu ambiente. Objectivo: tornar visível a ligação entre este fenómeno e um determinado estilo


de resposta associado, recursivamente, à ansiedade avaliativa, ao perfeccionismo desadaptativo, à exigência excessiva e à procrastinação. Tais noções são desenvolvidas de forma sucinta no referencial teórico, oferecendo um aparato crítico que situa o tema em um horizonte amplo e diversificado. Metodologia: baseia-se no relato de um estudo de caso (tipo vinheta) apresentado como exemplo. Isto é fértil para entrelaçar, didaticamente, o caso apresentado com as noções teóricas citadas. Desenvolvimento: são apresentados os resultados alcançados através da construção do caso e discutida a questão do papel das instituições de ensino de nível superior na salvaguarda da saúde socioemocional da sua comunidade acadêmica. Conclusão: destaca-se a necessidade de identificar os fatores de risco e de proteção que os indivíduos possuem em cenários altamente competitivos e moldados por uma lógica instrumental eficiente (onde os mecanismos de manutenção da “excelência” devem estar constantemente ativos).

Palavras-chave: Ansiedade avaliativa, fenômeno impostor, perfeccionismo, procrastinação, superexigência


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Introducción


En este artículo se aborda el denominado “fenómeno de impostorismo profesional”, que fue estudiado originalmente por las psicólogas clínicas Pauline Lance y Suzanne Imes. En 1978, estas autoras publicaron un trabajo que hoy se considera como pionero: “The imposter phenomenon in high achieving women: Dynamics and therapeutic intervention”. El análisis allí presentado se extendió luego a otras poblaciones (principalmente minoritarias), y dicha noción se fue popularizando en términos de un síndrome (lo cual es debatible, puesto que patologiza una problemática social que, si bien supone sufrimiento, no es, necesariamente, una enfermedad).

A lo largo de este artículo, se irán planteando algunas reflexiones sobre los alcances del fenómeno de impostorismo en el ámbito académico (jamás divorciado de lo interpersonal), a través de un brevísimo estudio de caso que fungió como viñeta ejemplificadora de algunos de los conceptos más relevantes desde el punto de vista psicológico (el caso que se utilizó es ficticio, pero basado en experiencias que recurrentemente son reportadas en el ámbito clínico-académico de atención en salud mental de estudiantes de posgrado, egresados, docentes e investigadores).

El fenómeno del impostorismo ha sido puesto aquí en relación con tres subtemas a los que implica de forma directa: la ansiedad evaluativa, el perfeccionismo desadaptativo y la procrastinación. A continuación, se desarrollarán tales nociones teóricas, para cimentar con firmeza el análisis de la viñeta ilustrativa que se relata más adelante. Posteriormente, se esbozarán los resultados alcanzados, se plantearán los elementos de la discusión de fondo y se extraerán las principales conclusiones.

Marco teórico


En los últimos años, han proliferado estudios multidisciplinarios que visibilizan ciertas cuestiones preocupantes sobre la salud mental de los académicos en sus diferentes roles (ya sea como alumnos de posgrado, docentes o investigadores). Destacan trabajos que han pretendido evidenciar el riesgo de depresión y ansiedad que subyace a las dinámicas de alta exigencia ya instauradas en los programas académicos de prestigio (Nicholson, 2022; Satinsky et al., 2021; Smith & Ulus, 2020), así como también la incidencia de las condiciones organizacionales (Herschberg et. al., 2018) y de las políticas educativas públicas y privadas que moldean las prácticas de investigación a nivel nacional, regional y local (Levecque et al., 2017).

Entre las cuantiosas fuentes documentales consultadas, sobresalen aquellas que señalan el influjo de la ideología neoliberal actual sobre los parámetros de producción considerados deseables y exigibles a nivel formativo, profesional y laboral (Nori & Vanttaja, 2022; Hutchins, 2015; Ergül & Cosar, 2017). Los autores plantean que las expectativas de rendimiento se alinean a las pautas del mercado de conocimiento, priorizando aquellas investigaciones que mejor responden a las necesidades pragmáticas de aplicabilidad y rentabilidad que le imprimen a lo vocacional un carácter eficientista e instrumental. En el micromundo académico prevalece, así, un clima de individualismo y competencia que fácilmente puede alimentar, en muchos casos, el sentido de inadecuación y/o de insuficiencia.

Dicha ideología productivista inculca la permanente automonitoreo de los académicos en cuanto a su capacidad de generar productos de innovación patentables y publicables como medio de verificación de su valía profesional (incentivada con estímulos o compensaciones que devienen, muchas veces, un modo de contrarrestar la precariedad salarial). En ese contexto emergen prácticas que siembran sensaciones “agridulces” en los académicos: por


un lado, se los exhorta a crear, pero, al mismo tiempo, se los impele a no dejar de hacerlo, so pena de quedar relegados, excluidos y subestimados. Algunos autores, aludiendo a la voracidad de esta cultura obsesionada con la reemplazabilidad del conocimiento, han bautizado tal régimen con la célebre sentencia que persigue a los académicos actuales: “publica o muere”. Tal como lo exponen Becker y Lukka (2022), tal política se basa en un sistema cuantificable de indicadores que miden el impacto de las publicaciones, incrementando significativamente la presión de demostrar que el valor propio como académico está legitimado por métricas que “prueban” esa relevancia. Hay múltiples plataformas que fungen como recursos para la construcción de una identidad académica pública, anclada en datos numéricos y estadísticos sobre el rendimiento de cada uno (los servicios de identificación de autores como ResearcherID y ORCID, las redes sociales académicas (Academia.edu, ResearcherGate), el índice-h y el índice-g (Khurana & Sharma, 2022; Quaia & Vernuccio, 2022; Bertoli-Barsotti, 2016;), así como las famosas bases de datos Google Scholar, Scopus o WOS, que rastrean y acopian información sobre el número de citaciones académicas recibidas. Como varios han subrayado, estos dispositivos sirven, fundamentalmente, para los softwares que calculan las métricas de las publicaciones, pero también como sustrato de la autopromoción de los académicos con fines de contratación o mejoramiento laboral (Boundry & Durand-Bartherz, 2020; Schmied, 2021; Rupp et al., 2022). En otras palabras, funcionan como guiones para la constitución de un self académico definido en un sentido muy específico.

Esta apremiante necesidad de tener que someterse constantemente a evaluaciones externas -no siempre justas ni equitativas- es frecuentemente conducente a ansiedad y frustración, debilitando el autoconcepto y la autoestima (es decir, el sentido de quién soy y cuánto valgo). El recurrente temor a “no dar la talla” es un fenómeno que se va extendiendo


a medida que el ambiente se percibe como más reñido y que los recursos disponibles merman (por ejemplo, es particularmente estresante tratar de obtener una plaza docente cuando está disputada por cientos de candidatos que la desean, o intentar entrar a un posgrado en el que sólo se admitirá a un 10 % del total de los aspirantes, o procurar lograr una beca cuando ha habido un recorte presupuestal que sólo permite becar a un 3% del total de los solicitantes). Contextos tan rivalizados incentivan las mutuas comparaciones, no sólo con uno mismo, sino también con los demás.

Por supuesto que, sentir ansiedad ante desafíos evaluativos de envergadura, no es perjudicial (de hecho, es lo que nos ocurre a las personas naturalmente ante semejantes escenarios). Mientras la ansiedad se mantiene en dosis moderadas, cumple su función natural de activación cognitiva, emocional y conductual durante el proceso de preparación para la acción. Sin embargo, esos montos de ansiedad pueden estar demasiado elevados, e interferir en dichos procesos, coartando tanto el aprendizaje como la motivación (Putwain, 2008; Zeidner & Mattews, 2005). Esto último se conoce como ansiedad evaluativa, y representa un estilo de respuesta caracterizada por una preocupación que es excesiva, que está magnificada, y que termina generando afectaciones y pérdidas mayores a las esperadas (Furlan y Martínez Santos, 2023; Gutiérrez-Calvo, 1996; Zeidner, 2007). En otras palabras, el incremento de la ansiedad evaluativa termina siendo contraproducente porque la sensación de incertidumbre y de falta de control de la situación pegan negativamente en la ejecución de la acción (usualmente ocurre cuando el sujeto se ve expuesto al juicio de alguien a quien percibe como una poderosa autoridad epistémica). El procesamiento de la información también resulta alterado en estos casos, causando dispersión, irritabilidad, pérdida de foco atencional y otros deterioros cognitivos y emocionales (Naveh-Benjamín, 1991). La sintomatología de elevada ansiedad evaluativa se ha subsumido en categorías


más amplias, como el Trastorno de Ansiedad Generalizada (Grandis, 2009) o el Trastorno Obsesivo-Compulsivo (Furlan y Martínez Santos, 2023; Lancha & Carrasco, 2003).

La ansiedad evaluativa está estrechamente relacionada con un modo de funcionamiento de tipo perfeccionista que puede definirse como desadaptativo (o también conocido como perfeccionismo patológico o perfeccionismo clínico). De acuerdo con Arana & Furlan (2016), el perfeccionismo desadaptativo se corresponde con un perfil de personalidad que incrementa la ansiedad ante situaciones de desempeño en las que es posible fallar y exhibir incompetencia, lo que detona afectos de valencia negativa y los convierte en un estímulo aversivo. Furlan y Martínez Santos (2023) distinguen el perfeccionismo que generalmente consideramos “sano” (el de elevados estándares de autoexigencia que evoca autosatisfacción y sensación de logro) del que, por el contrario, conlleva deterioro y sufrimiento. De este último, hacen hincapié en la denominada discrepancia, la cual alude a la distancia existente entre el desempeño real autopercibido y el estándar por lograr: cuánto más desfasaje exista entre ambos, mayor será el sentido de impotencia, de fracaso y de desmotivación (Arana & Furlan, 2016; Arana & Keegan, 2016).

El persistente temor a la desaprobación externa se manifiesta a lo largo de la trayectoria académica, cambiando sus vestiduras, pero manteniendo a raya el miedo a decepcionar. Esto se exacerba en nuestra cultura académica, donde ser puesto a prueba es el precio a pagar por mantenerse dentro. Como afirman Adler y Harzing, 2009, la lógica de mercado perfila a los sujetos a posicionarse como ganadores o perdedores del interminable juego del prestigio académico, guiado en gran medida por idealizaciones que, en el caso del perfeccionista desadaptativo, tienen mucho más que ver con la fantasía que con la realidad. Comenta Gabriel (2010): “Dudo que haya muchas profesiones cuyos miembros estén tan implacablemente sometidos a medición, crítica y rechazo como los académicos,


exponiéndolos a profundas inseguridades respecto a su valía, su identidad y su posición" (p. 769).

Cabe agregar aquí que el universo evaluativo en el cual los académicos viven no tiene un motor único (la evaluación de las instancias superiores), sino también la de los pares (colegas de la propia institución en comités institucionales, árbitros que examinan informes técnicos, etcétera) e incluso la evaluación continua de los propios alumnos e, indirectamente, la de los padres de los alumnos. Sumado a esto, la sociedad preserva un intelectualismo que enarbola la figura cultural del académico como un referente ejemplar, cuyas carencias, fallas o defectos son menos esperables, menos aceptables y menos tolerables que si no fuera académico.

El impostorismo (Clance e Imes, 1978) emerge, precisamente, al tenor de la inseguridad existencial que tales demandas imponen. El impostorista encarna con alevosía ese sentimiento de insuficiencia que lleva hasta el extremo de creerse “un fraude”. Deposita el aplastante peso de la duda nada más y nada menos que sobre el sentido de la propia identidad (“¿Soy, realmente, quien los demás creen?”). Si bien esta condición ha sido arduamente tratada como una desviación o “enfermedad” derivada de una "autoimagen devaluada" (Cowman & Ferrari, 2002; Chilca, 2017; Knights & Clarke, 2014; Topping & Kimmel, 1985), también se la ha enfocado como una experiencia suscitada por una combinación de circunstancias, imágenes y expectativas que pueden ser problemáticas, pero no necesariamente patológicas. Esta última es la perspectiva que se adopta en el presente artículo, adhiriendo a aquellos enfoques que no conciben el sentido de identidad como fijo, inmutable y esencialista, sino que se lo comprende, más bien, como relacional, cambiante y profundamente interpersonal. Así, la identidad del impostorista puede ser visualizada como resultado de una experiencia compleja que, si bien abarca factores


individuales de personalidad, no se explica totalmente a partir de ellos. Dicho fenómeno ha adquirido posibilidad y fortaleza en una cultura que, como ya se dijo, idolatra la competencia, la excelencia y el alto rendimiento casi a cualquier costo.

Probablemente, lo que ha propiciado que se trate el impostorismo como si se tratara de un trastorno mental sea la existencia de escalas de medición para su identificación (como, por ejemplo, la Clance Impostor Phenomenon Scale (Clance, 1985), o la Perceived Fraudulence Scale (Kolligian & Sternberg, 1991). No obstante, el patrón de impostorismo podría describir con atino una etapa de la vida de una persona, y no describirla adecuadamente en otra etapa (piénsese, por ejemplo, en una recién egresada doctoral que se siente fraudulenta cuando la llaman “doctora” (más aún cuando la llaman así los que fueron sus profesores).

No es lo mismo que tal sensación ocurra en ese periodo en que apenas comienza a “estrenar el rol” que cuando ya han pasado varias décadas. Si esa misma persona duda, infundadamente, de merecer ser llamada “doctora” luego de 30 años de carrera, podría decirse con mejores argumentos que el impostorismo ha permeado su sentido de identidad de una manera conflictiva. Pero, además, para hacer tal apreciación, no se puede dejar de lado el contexto en el cual ese impostorismo se fue afianzando. No es lo mismo, para esa persona, haber estado expuesta a un ambiente colaborativo, horizontal y solidario que a un ambiente fuertemente individualista, mezquino y jerárquico. Más allá de los rasgos caracterológicos de las personas particulares, los entornos alientan ciertas experiencias y desalientan otras. Por más insegura que una persona sea, lo será mucho más en un medio que induce a ver a los demás como contrincantes, y no como aliados.


Autores como Chakraverty et al. (2022) han puesto de relieve la falta de sentido de pertenencia que el impostorista suele sentir (equivalente a estar hurtando un espacio o rol que, según cree, debería ser para otros que realmente lo merecieran). Evans et al 2018 han apuntado que la sofisticación contemporánea de los modelos académicos hegemónicos lleva a dar por sentado un enorme caudal de habilidades que los académicos deben tener, no sólo a nivel de conocimientos disciplinares de su área (incluido el dominio del inglés), sino también de manejo de estrategias digitales indispensables para sumergirse en la cultura de las publicaciones y el networking. A medida que la performance académica se ha vuelto tan multidimensional, se multiplican las vías por las cuales el sujeto podrá autoinferiorizarse y tratarse de forma autodiscriminante (en detrimento de un desarrollo profesional que esa persona hubiera podido proyectar desde la autoaceptación, y no desde la subestimación (Neureiter & Traut-Mattausch, 2016).

En general, el impostorista encumbra al “académico real, auténtico” (no fraudulento), al que imagina como dotado de una inteligencia y elocuencia extraordinarias, y del que se siente a años luz de distancia (Harding et al., 2010; Brown, 2000). Toda vez que le sea posible, el impostorista intentará evitar, evadir, postergar o minimizar la exposición a una situación evaluativa que pudiera desnudar su autopercibida incompetencia. El nerviosismo y la indomable ansiedad que los escenarios evaluativos pudieran causarle lo pueden llevar a procrastinar, entendiendo por ello la demora en la ejecución de una acción que no se puede no cumplir, porque al sujeto le resulta importante. Según Steel, 2007, el procrastinador encuentra dificultades de autorregulación que lo llevan a introducir un lapso de tiempo entre la intención y la acción. En el caso del impostorista, tal dilatación puede deberse a una injustificada convicción de que no está suficientemente preparado para afrontar la situación evaluativa, tal como antes se dijo que le ocurre a las personas inmersas en un


perfeccionismo desadaptativo. Esa dilación se puede convertir en una trampa de la que sea difícil salir, y que empeore drásticamente la estabilidad emocional del sujeto (dado que ese aplazamiento de una tarea que desearía concretar podría acarrearle autoinculpación, autorecriminación, y un estado de ansiedad crónica. Por ejemplo, en un estudiante de posgrado que atraviese una experiencia de impostorismo, el miedo a reprobar ciertas materias y perder su beca podría llevarlo a un estancamiento que desemboque, finalmente, en la tan temida suspensión de su beca (efecto Pigmalión)). Así, la ansiedad evaluativa, las irreales expectativas hiperperfeccionistas y la procrastinación como (pseudo)estrategia de afrontamiento, forman un combo de inestabilidad psicoemocional muy desfavorable para quien debe transitarlas con o sin ayuda psicológica o psiquiátrica.

Dentro del abanico de consecuencias adversas para el equilibrio psíquico de las personas que sufren experiencias de impostorismo, se han destacado el estrés, el burnout y la depresión como cuadros sintomatológicos más típicos (Hermanstyne et al., 2022; Woolston, 2019; Paucsik et al., 2022; Bernard et al., 2017; Murguia Burton & Cao, 2022; Fraenza, 2016; Cronshaw et al., 2022). En resonancia con los estudios que asocian la ansiedad evaluativa con el perfeccionismo desadaptativo (Furlan et al., 2014, Burka & Yuen, 2008), el impostorismo también aparece asociado a ambos, acentuando la influencia de los estilos familiares de crianza orientados a la hiperexigencia y al logro (Clance & Imes, 1978) ), así como los estereotipos clasistas exitistas, obsesionados con la movilidad social ascendente (Nori & Vanttaja, 2022). Tommasi et al. 2022 ha recalcado los efectos del vaciamiento de sentido que atraviesa a muchos de los académicos subordinados a la lógica mercantilista de la educación superior, y las repercusiones negativas sobre su salud mental.


Otros estudios también se han empezado a interesar por las raíces evolutivas y neurobiológicas implicadas en dicho fenómeno (Chrousos et al., 2020), aunque tales enfoques son aún incipientes y escasos.

Metodología


La metodología empleada para este artículo incluyó la búsqueda, selección y revisión documental, de acuerdo con la metodología PRISMA (Preferred Reporting Items for Systematic Reviews and Meta-Analyses), estableciendo un conjunto de criterios de inclusión y exclusión para filtrar los estudios relevantes y recientes en torno a las siguientes preguntas temáticas: “¿Existe, en el ámbito académico, el denominado “fenómeno del impostor”?; “¿Qué rasgos caracterológicos fungen como factores de riesgo para el impostorismo académico?”; “¿Qué bases relacionales favorecen el desarrollo de patrones impostoristas en la trayectoria académica?”. La recopilación de materiales de acuerdo a estas preguntas permitió identificar un criterio de relevancia para la organización selectiva de la literatura existente (Leedy & Ormrod 2013, Page et al 2021, Codina 2020).

Para la consulta en bases de datos reconocidas (como Scopus, Scielo, Redalyc, WOS, PubMed, Dialnet, DOAJ, Google Scholar y Science Direct) se emplearon términos claves como “fenómeno del impostor”, “impostorismo estratégico”, “perfeccionismo desadaptativo”, “ansiedad evaluativa”, “autoexigencia”, “procrastinación”. Se priorizó la bibliografía de los últimos cinco años (aunque no se excluyeron aportes previos que son significativos como antecedentes del tratamiento del problema). Además, se llevó a cabo una búsqueda bibliográfica manual para robustecer el tejido intertextual (siguiendo el principio “bola de nieve”) (Maxwell, 2013).


En este artículo, se empleó también el uso de la ejemplificación como técnica de clarificación y construcción argumental. Tal predilección metodológica se sustentó en la expectativa de la autora de que el presente trabajo sea leído, comprendido y retroalimentado por la población profesional que atiende la salud mental en los espacios académicos. La construcción de casos (CC), así como las viñetas y las relatorías, son recursos metodológicos y didácticos prototípicos de las ciencias de la salud. Un caso es la presentación comentada de un consultante, paciente o grupo (real o hipotético) que actúa como modelo de una condición o componente que guarda similitudes (o isomorfismos) con la práctica real (o que, por el contrario, es digno de ser expuesto por su rareza o excepcionalidad).

El estudio de caso carece de valor inductivo, deductivo, evaluativo o diagnóstico, pero concentra un alto valor creativo, heurístico y reflexivo para la toma de decisiones (juicio clínico). Similarmente, las viñetas consisten en una descripción corta de una situación que simula la experiencia real y que insta a que los lectores puedan adoptar una postura frente al dilema que se plantea (“¿qué haría yo en su lugar?”). El esfuerzo de elaborar una perspectiva propia ante lo planteado resulta crucial para aprehender la gigantesca complejidad de lo vivencial y sus singularidades (ininteligibles desde técnicas estructuradas y orientadas a la estandarización). La edificación de casos y las viñetas ponen de relieve la dimensión ética, valorativa y situada de las realidades observadas por el profesional de la salud y de la educación (Paddam, Barnes, Langdon, 2010; Petelewicz M. (2008).

Las viñetas se distinguen por su modo de construcción (Spalding & Phillips 2007). La que aquí se presentó se engloba en el “método compuesto”, que es una mezcla de diversas situaciones que pueden ser tanto reales como ficticias, observadas o conjeturales (Richman & Mercer, 2002). Como ya se ha advertido, un mecanismo cognitivo que subyace al uso de


la viñeta es la proyección (Yáñez Gallardo, Ahumada Alvarado & Rivas Aguayo 2012). Si bien la verosimilitud es una cualidad importante, la redacción de la viñeta debe contener un cierto nivel de ambigüedad tal que los receptores, al identificarse con algún aspecto del caso o del protagonista del relato, puedan proyectar algunas características personales que enriquezcan la respuesta.

Dentro de las ventajas metodológicas del uso de las viñetas, cabe subrayar que reducen uno de los principales problemas de las entrevistas, que es el de que los entrevistados tienden a responder bajo el sesgo de la deseabilidad social, no siendo del todo sinceros. La viñeta, en cambio, al presentar un caso ficticio o en tercera persona, abre la puerta a una expresión más libre y despojada del temor de dar una respuesta directa y personal sobre un tema delicado (es una forma de “hablar de otro”, aunque eso, autorreferencialmente, hable de mismo). En cuanto a las desventajas, la más señalada es la de su escasa validez predictiva (no admite generalización y nomotetización de los resultados). Esta es la limitación más relevante de este artículo (circunscribirse a un sólo caso-tipo), aunque el sentido de su exposición tiene un valor más que nada heurístico (que ayuda a detectar isomorfismos en el espacio de la propia práctica académica e interpersonal).


Construcción del Caso (CC)


Memo (34 años, doctor en filosofía) se estuvo preparando intensivamente durante tres meses para concursar una plaza de Tiempo Completo como Profesor-investigador en una prestigiosa universidad nacional. Era de los aspirantes favoritos, dados sus antecedentes en la investigación. Sin embargo, luego de haber pasado exitosamente los dos filtros previos del concurso, en la última fase, Memo no se presentó. Debía realizar una clase-


muestra ligada a su proyecto de investigación, para convencer a los nueve miembros del jurado (el Comité de Ingreso y Permanencia quedó perplejo ante la decisión de Memo, al igual que el resto de los concursantes).

“¿Qué sucedió?” fue la pregunta que se hicieron los que sabían cuánto entusiasmo sentía Memo por ganar esa plaza vacante que esperaba desde hacía años, pues era justamente, en su área de especialidad: Lógica y Filosofía de las Matemáticas. Memo permaneció recluido varios días en su casa sin darle explicaciones a nadie. Luego, cuando tuvo que volver a sus actividades cotidianas, no tuvo más que afrontar la incómoda pregunta que muchos le hacían de qué le había pasado para desistir del concurso. Memo le dio la misma respuesta a todos: “No tuve suficiente tiempo para prepararme. Ya habrá otra oportunidad”.


Contexto


Cuando Memo decidió concursar, entró en “modo preparación” (siempre se destacó por ser una persona propensa a calcular hasta el más mínimo detalle, y renuente a la improvisación). Se trazó un minucioso plan de trabajo, con un cronograma que indicaba exactamente el horario en que estudiaría, comería, dormiría, etcétera. Se propuso no abrir su correo electrónico más de veinte minutos al día (los mensajes que alcanzara a responder), cerró las aplicaciones de redes sociales en sus dispositivos, dejó de ir al gimnasio y pidió licencia en su trabajo (se desempeñaba, a desgano, como docente en una universidad privada, por contrato (con ingresos bajos). Memo sentía que estaba muy sobrecalificado para ese empleo, pero era lo que había conseguido por el momento. Ahora Memo se mostraba dispuesto a armar el mejor proyecto de su vida, para ganar ese concurso y lograr, así, una estabilidad laboral y económica. Su cronograma suponía trabajar


doce horas al día, lo cual significaba sacrificar horas de sueño, de recreación social e incluso su cumpleaños. En apariencia, todo estaba bajo control.

Pero las cosas no sucedieron tal y como él las estructuró. En la primera etapa, Memo buscó documentarse sobre el tema que expondría en su proyecto, y se empeñó en conseguir un libro que un sinodal le había recomendado. Tardó una semana en buscarlo en las bibliotecas, hasta que lo encontró en una de las facultades que recorrió. Andando por el campus, vio anunciado un curso que apenas había iniciado y que le venía como anillo al dedo para el proyecto. Unos días después, ya estaba en clase, inundado de nuevos materiales para leer. Pronto se abrió un horizonte enorme de posibilidades de investigación, y la “lluvia de ideas” se volvió un huracán de categoría cinco. Memo se vio obligado a rehacer su cronograma, extendiendo la etapa de lectura y recortando la fase de escritura del proyecto. También retomó sus clases de alemán, por si el jurado tenía en cuenta el dominio de otro idioma que no fuera inglés. Pensó que leer en alemán algunos libros para el proyecto, si bien era más tardado, implicaba mayor rigor, algo que el jurado vería con buenos ojos. En medio de la vorágine de materiales de consulta, surgió una petición en su lugar de trabajo. Les estaban requiriendo, a él y a cuatro docentes más, un informe técnico sobre una investigación para la cual habían obtenido financiamiento. Uno de esos colegas, sabiendo que Memo se estaba preparando para concursar, se ofreció a elaborar la parte del informe que le tocaba a Memo, pero este se negó porque no quería ser una carga para su compañero. Esta tarea demoró más de lo previsto, porque Memo revisó el informe exhaustivamente varias veces, haciendo modificaciones en cada nueva versión (no lo envió hasta no sentir que estaba impecable).

Una vez más, su cronograma debió modificarse, acortando ahora la fase de ensayo de la exposición. Incluso no asistió a la celebración familiar que su hermano organizó para el día


de las madres (10 de mayo en México), ausencia que suscitó algunos reclamos de parte de sus familiares, que aprovecharon a recordarle que hacía más de cuatro meses que no visitaba a su mamá (75 años, viuda y en hemodiálisis).

Faltando un mes y medio para el concurso, Memo empezó a pensar en no presentarse, pues le llegó el rumor de que eran veintinueve los concursantes, y dio por sentado que habría gente mucho mejor que él. También ocurrió otro giro inesperado: Memo se enteró de que, entre los concursantes, se hallaba su ex pareja (y también ex compañera de carrera). La noticia lo desestabilizó; ante todo, se preguntaba cómo podía ella haber pasado todos los filtros anteriores, siendo que ya estaba casada y con un hijo pequeño. Sintiéndose más inseguro que antes, Memo comenzó a revisar lo que llevaba de avance, y ese mismo proyecto que antes le parecía original, robusto y potente, ahora se le presentaba como débil, trillado e irrelevante. Pensó además en lo humillante que sería que ella le ganara a él esa plaza (siendo ella más joven y habiendo creado una familia). Memo rehízo su proyecto dos veces. Frustrado, pero sin tiempo para corregir, comenzó a ensayar su presentación para la clase-muestra. Le pidió a un amigo que le mandara el video de su examen profesional de doctorado (que el amigo había grabado pero que Memo nunca había querido mirar), y el shock fue fuerte: en la grabación, Memo se veía a mismo como “tragado por los nervios”, con la voz temblorosa, las manos sudorosas, y habiendo dicho en diez minutos la exposición que había preparado para dar en media hora. Sentía tanta ansiedad ante ese jurado de cinco doctores, que había olvidado mencionar prácticamente todos los ejemplos que había practicado para su tema.

Memo sintió pena de recordar que su ex pareja (y ahora rival) había estado ahí en el examen, presenciando “la masacre” y aplaudiendo el resultado aprobatorio como si se tratara de un logro real (Memo siempre creyó que él se doctoró no porque lo mereciera sino


porque el programa necesitaba aumentar su tasa de titulación). Recordó, además, cuantas veces él pensó -sin decirlo- que ella, como filósofa, no llegaría ni a la esquina (según él, ella era “poco enfocada, aventada, y le gustaba demasiado la fiesta”). Se le hacía ilógico estar ahora comparándose con ella y sintiéndose menos. Memo no resistió imaginarse la escena que podría darse el día del concurso si él perdía. Tendría que soportar la mirada victoriosa y revanchista de su ex, celebrando con su esposo y algún que otro compañero que estuviera por allí. Como le ocurría cada vez que competía por algo, Memo sintió deseos de tirar la toalla. Pensó que era una suerte que su padre, ya fallecido, no lo viera en tan mediocre situación. Según Memo, su padre, que había sido un reconocido médico, nunca esperó gran cosa de él; le predijo que estudiar filosofía lo convertiría en un perpetuo “muerto de hambre”, y al final parecería no estar tan equivocado. Volvió a la memoria de Memo aquel día en que su padre se vanagloriaba de que su otro hijo estudiara Medicina, diciéndole a Memo despectivamente: “Aprende de tu hermano, ¡que eligió una carrera de verdad!”. Memo nunca pudo olvidar aquellas humillantes comparaciones, ni siquiera atenuadas por el hecho de que su hermano abandonó la carrera por problemas de adicciones. Memo se fue convenciendo a mismo de que, si en el concurso había logrado llegar hasta el último filtro, se debía, no a una cuestión de mérito, sino a que la Universidad pretendía tener tantos aspirantes como pudiera para darle mayor legitimidad al proceso.

Los últimos tres días antes de la entrevista y de la clase-muestra, Memo casi no pudo dormir. Había consumido enormes cantidades de café y cigarros. Sentía angustia, confusión, estaba inapetente, y de a ratos, tenía taquicardia (se autoadministraba ansiolíticos). Tres meses de licencia sin sueldo, preparándose para un concurso que ahora amenazaba con engullirlo, e inmerso en un mar de expectativas que dudaba poder complacer. La más ilusionada era su mamá (que siempre había sido la que trataba de


dulcificar las devaluaciones que Memo recibía de su padre). De hecho, el último día antes del concurso, Memo había recibido una llamada de ella para desearle suerte. Su madre se despidió con unas palabras que a Memo le impactaron como un balazo: “Eres mi orgullo, no me falles”. Silencioso y apocado, Memo pensó: “Si supieras…”


Resultados


Impostorismo académico: la identidad contrariada


“No soy tan capaz como piensan”; “Tengo suerte, he llegado más lejos de lo que esperaba”


…. Memo, como muchas personas que han conseguido logros importantes, está penetrado por un estilo actitudinal autodevaluador que lo persigue incluso sin que existan razones objetivas para esa autopercibida inferioridad. Memo ignora el background de sus rivales, pero, aun así, asume que serán mejores que él. Como se dijo antes, este fenómeno se ha estudiado bajo el nombre de “impostorismo profesional”, en referencia a una proclividad cognitiva, emocional y conductual caracterizada por la vivencia de sentirse no merecedor de los éxitos alcanzados, adjudicándolos a razones externas (la buena suerte, las casualidades, los contactos sociales, etcétera).

En estos casos, la identidad social (es decir, la imagen que se cree que los demás tienen de uno) no coincide con la imagen que uno tiene de mismo (lo cual da cuenta de una cierta “fragmentación identitaria”, una sensación de irrealidad o vacío como el que adviene en las personalidades “como si” (Deutsch, 1965) o “falso self” (Winnicott, 1965). Quien lo experimenta, tiende a concebirse a mismo como un ser inauténtico, sobrevalorado, fraudulento, y teme quedar expuesto a un eventual desenmascaramiento de su incompetencia (en términos del sociólogo Irving Goffman, la “identidad declarada” no


siempre coincide con la “identidad delatada”, y el impostorista teme constantemente que la mera fachada caiga y deje al desnudo su inadecuación académica y/o social).

El impostorismo no debe ser confundido con una “falsa modestia” ni tampoco con lo que se ha denominado un “impostorismo estratégico” (propio de quienes procuran atenuar las expectativas de los otros, advirtiendo anticipadamente de las limitaciones y dificultades que uno tiene en relación a una cierta tarea). Podría ser el caso, por ejemplo, de que Memo se hubiera presentado a la última etapa del concurso (clase-muestra), pero que, antes de su exposición, aclarara, exageradamente, que él no tiene un talento natural para las exposiciones orales. Tal maniobra discursiva respondería a un intento de “graduar” y disminuir la posibilidad de que los interlocutores se sientan decepcionados con su desempeño. Esto revela que, si bien el impostorismo estratégico conlleva una dosis de inseguridad y desvalorización, no es paralizante (como lo fue en el caso de Memo).4

Debe tomarse en cuenta también que el impostorismo no hace alusión a episodios aislados, sino a un patrón de respuesta que la persona afectada ostenta a lo largo del tiempo en escenarios distintos, pero que tienen como común denominador su carácter evaluativo. Exponerse sistemáticamente a una situación en la que uno es medido con los demás puede suponer una altísima cuota de ansiedad para quién duda de mismo y se autopercibe como insuficiente. Por ello los ámbitos ultra-competitivos (como el académico) son un caldo de cultivo para la germinación de dicho fenómeno en sus más floridas manifestaciones.


Ansiedad evaluativa: la catastrofización del error


4 Sobre la diferencia entre el impostorismo estratégico y el impostorismo profundo, consultar Leonhardt, Bechtoldt & Rohrmann (2017).


¿Cuánto pesa, para un impostorista, la posibilidad de equivocarse? Evidentemente, el error lo acecha como un fantasma que amenaza con aniquilarlo. Cualquier equívoco fungiría como una nueva evidencia de su soterrada incompetencia. Por el grado de intensidad que le da al error, puede preferir evitar la exposición innecesaria a situaciones evaluativas, y quedar fácilmente atrapado en un conformismo crónico (como en el caso de Memo, que tiene un empleo alienante, mal remunerado, que no le gusta y que absorbe su tiempo y su energía). Preferir lo “malo conocido” podría estar ocultando un sufrimiento que no es visible para los observadores externos (una pseudo-comodidad que podría dar la impresión equivocada de que Memo no tiene aspiraciones).

En 1934, el destacado filósofo de la ciencia Karl Popper consideraba la capacidad humana de reconocer y corregir los errores como clave del conocimiento científico y del conocimiento natural. Aún sin ser popperianos, todos hemos experimentado en la vida cotidiana la fertilidad de los errores para conducirnos hacia la exploración de otras formas de hacer las cosas que rompa el ciclo de los intentos de solución que son fallidos. Sin embargo, para el impostorista, la equivocación tiene una connotación emocional mucho mayor que la que tiene para otras personas. Su deteriorada confianza en mismo lo debilita (situación que ha sido tratada, en la psicología, en términos de un autoconcepto empobrecido, ligado a un bajo sentido de autoeficacia (Bandura, 1997) y a una autoestima dañada). Por ello, el impostorista fácilmente puede haber desarrollado una narrativa interna donde se inculpa hostilmente por no cumplir con lo que debería, manifestando actitudes de autodesprecio y autorrechazo. Como Memo, el impostorista le teme al fracaso, pero también le teme al éxito, con lo cual habita un laberinto de confusión que, desde afuera, podría verse como una repulsiva cobardía.


Como puede constatarse en la viñeta, la ansiedad evaluativa infunde un gran temor a la crítica, y una excesiva atención a la opinión externa. Memo se imagina con gran seriedad lo que los otros pensarán de él (no sólo los miembros del jurado, sino también los otros concursantes, sus colegas del trabajo, su ex novia y su actual esposo, sus ex compañeros de carrera, sus familiares). Todas esas voces, a las que invoca como dispuestas a denigrarlo, lo aturden al punto de que su propia voz se termina apagando. La posibilidad de perder el concurso significa, para Memo, muchísimo más que lo que significaría para alguien que tolera el fracaso: representaría la posibilidad de hacer “el ridículo”, como él siente que ya lo hizo en su examen doctoral. Si bien obtuvo una mención honorífica (hecho que él minimizaba), Memo rememora su examen doctoral como “una masacre” (y magnifica aquellas sensaciones vividas como habiendo dejado constancia de su fracaso sobre todos los presentes). Memo está atravesado por una disonancia cognitiva entre lo ocurrido y lo recordado, disonancia que él resuelve pensando que ése resultado aprobatorio se debió únicamente a que el programa necesitaba graduados (en pocas palabras, Memo se dice a mismo que la decisión de los sinodales fue un fiasco, una estafa intelectual articulada incluso por aquellos cómplices que aplaudían adulatoriamente su falso triunfo, incluyendo allí a su ex novia). Esto es sintomático de esa inseguridad básica que Memo siente: no importa cuánta aprobación externa reciba, nunca lo colmará. Siempre cabe una pizca de desconfianza que llevará a demandar más y más gestos aprobatorios, fácilmente diluibles con el menor atisbo de desaprobación.

Desde una perspectiva interaccional, esta inagotable necesidad de reafirmaciones externas puede ser extenuante para las personas que conviven con el impostorista. Por un lado, manifiestan una dependencia emocional desde la cual imploran por aceptación, pero, por otro lado, dan a entender que no alcanza, y pueden actuar de formas hipercríticas no sólo


consigo mismos, sino con las otras personas. En el impostorismo subyace un elevadísimo grado de exigencia consigo mismo y con los demás, el cual puede hacer francamente difícil “dar en el ancho”. En otras palabras, el impostorismo tiene una base relacional asociada a un perfeccionismo que, contrariamente a lo que se piensa, está lejos de ser virtuoso.


Perfeccionismo desadaptativo: el anclaje relacional del impostorismo


Diversos sesgos metacognitivos tiñen de gris el mundo psíquico del impostorista (la catastrofización del error y la hipersensibilidad a la crítica son paradigmáticos). Tales distorsiones suelen tener una larga historia, que usualmente se remonta a los contextos de crianza y socialización temprana (los cuales no son determinantes, pero condicionantes). Volvamos a Memo: la experiencia de sentirse sobrepasado por un proceso de selección o evaluación no era nueva. Con recurrencia no se presentaba en los exámenes cuando eran orales, y debía esperar nuevas fechas, perdiendo oportunidades y sometiéndose a un estrés irresistible. Lo peor no era verse a mismo en esa “mediocre situación”, sino imaginarse que su padre lo estuviese atestiguando. Memo agradece que eso no pasara, dado que su padre ya está fallecido. Memo no se percata de que ese padre denigrador sigue vivo como una voz displicente que “lo pone en su lugar” (que es un no-lugar: el de ser alguien insignificante, que hace malas elecciones, alguien sin futuro, “un filósofo muerto de hambre”). Esta actitud desconfirmatoria ha sido internalizada por Memo, al punto de que ya no es indispensable que exista un padre de carne y hueso que lo sentencie con comparaciones detractoras. Memo se las ha apropiado, y ahora él mismo es su propio verdugo.


Hay formas diversas en que los hijos pueden crecer sintiendo que no les gustan a sus padres, ya sea porque no fueron hijos deseados o planificados, o porque, por alguna característica, no encajan dentro de lo que esos progenitores esperaban (Linares, 2011).5 Puede ocurrir que sean los progenitores los que ostentan una inmensa necesidad de aprobación externa (demostrar que son buenos padres), proyectando sobre sus hijos los más altos estándares de éxito que la sociedad reconoce, especialmente en lo que atañe al rendimiento escolar (que opera como anticipatorio del éxito profesional y económico en la adultez).6 Es curioso ver cómo Memo, por ejemplo, le confiere especial importancia al recuerdo de esas comparaciones que su padre hacía entre él y su hermano (quién prometía seguir la senda de la medicina, como su admirado padre, camino del que finalmente desertó). Pero más curioso resulta que Memo, al escoger una carrera ninguneada por su padre, estaba dando una muestra de subversión aplacadora del ansia manipulatoria de su padre. En cierto modo, podríamos decir que cada nuevo grado obtenido por Memo (licenciatura, maestría, doctorado) era un paso más que Memo avanzaba en trazar su propio camino, alejándose del ideal paterno. Pero, paradójicamente, Memo quedó atrapado en el ímpetu hipercontrolador de su padre, haciendo de la autoexigencia y la planificación


5 Linares (2011) explica que, con frecuencia, el clima emocional en estas familias es de un rechazo acompañado de descalificación, pero disimulados mediante actos de hiperprotección (que edifican una fachada de interés por los hijos al suplir, en exceso, necesidades materiales, pero desprovisto de expresiones de ternura). Linares también advierte que, a efectos de nutrición relacional, no sirve de mucho que el otro (como la madre, en el caso de Memo) adopte posturas más cálidas y cercanas, si el one up” marca el rumbo descalificador y rechazante. La apariencia aglutinada de estas familias encubre un fondo desligado e incluso expulsivo, que muestra fuertes contrastes dentro de la familia: tanto entre la pareja parental y el hijo problemático, como dentro de la fratría.

6 Sobre las reconfiguraciones familiares y sus implicaciones contemporáneas, se recomienda consultar los estudios de Beck & Beck-Gernsheim (2003) y Beck-Gernsheim (2003)


un modo de funcionamiento automatizado. Imitando el tono despectivo de su padre, Memo desacreditaba a su ex pareja y le vaticinaba un malogrado porvenir. Así de paradójicos pueden ser los mecanismos de reatrapamiento en las enmadejadas redes afectivas de las familias y los íntimos.

Para Memo, ponerse un objetivo siempre fue equivalente a colocar su vida dentro de una cuadrícula: cada cosa en su celda, con su método, sus reglas, y su lógica. Cualquier cabo suelto, podría desbordarlo. El “modo preparación” lo entendía Memo como una rigidez anticipatoria que garantizara simplificación y, sobre todo, predictibilidad. Pero, justamente, el “cabo suelto” es la vida misma, con toda la incertidumbre y la extravangancia con que suele presentarse. Los concursos se llenan, surgen compromisos inesperados, las enfermedades irrumpen sin pedir permiso, los gastos no presupuestados brotan de la nada, y toda variedad de complicaciones impregnan la cotidianeidad (y no por “mala suerte”, sino porque la ausencia de complicaciones significa estar muerto). Así, el artificial e irrealista “modo de preparación” de Memo era lisa y llanamente irrealizable, incluso pueril. La adultez implica un malabarismo en el que uno planea lo planificable, pero a sabiendas de que el resultado estará inminentemente alterado por toda contingencia fruto del azar. En medio de todas las circunstancias que advienen sin preguntar, uno va intentando lograr que su objetivo no caiga, procurando, al mismo tiempo, darle solución a lo advenedizo.

Poder construir un foco atencional (un objetivo) no está en absoluto reñido con la necesidad de improvisar soluciones flexibles a lo que se va presentando. Por el contrario, esa flexibilidad es condición de posibilidad de poder mantener vigente el objetivo, sin que el resto de la existencia se desmorone. El costo a pagar por un modo de preparación al estilo de Memo (que, inicialmente, suspendió todo aquello que lo pudiera desviar de su meta) es altísimo e insostenible en el tiempo, porque hay cosas que no admiten la intermitencia. El


autocuidado es una de ellas (¿puede el cuerpo tolerar, sin daño significativo, esas largas etapas de inapetencia, mala alimentación, sedentarismo, desregulación del sueño y consumo de estimulantes que caracterizaban los períodos que Memo describía como “modo preparación”?). Los vínculos afectivos tampoco admiten la intermitencia, particularmente en lo que concierne a la “disponibilidad”. Memo se dijo a mismo “no tener tiempo” para visitar a su madre enferma. Cuando sus familiares (y cuidadores de la madre) se lo reclamaron, él no cambió de opinión, convencido de que ya habría otra ocasión menos apremiante para celebrarle o acompañarla. Pero el argumento de “no tener tiempo” es un eufemismo que enmascara la implacable decisión de negarle tiempo a una cosa para adjudicárselo a otra (el tiempo es finito, acotado. Otorgarle tiempo a una cosa, se lo resta indefectiblemente a otra). La socorrida excusa de “no tener tiempo para” es uno de los autoengaños más comunes que los seres humanos nos decimos unos a otros para justificar la falta de congruencia entre lo que decimos que nos importa y la celeridad que le otorgamos. En el hecho de que Memo le niegue un día a su familia, pero se lo confiera a la obsesiva búsqueda de un libro durante una semana, se revela una jerarquía de prioridades basada, probablemente, en la idea de Memo de que los vínculos pueden esperar, puesto que no tienen un deadline”, como lo tenía el concurso (pero, como todos sabemos, esa creencia de Memo expresa más bien un deseo que una verdad, porque la vida de cada uno de nosotros tiene un deadline -aunque no sepamos cuándo- y porque, además, los vínculos que no se nutren, se desvitalizan, se disecan, agonizan, perecen).

Sin embargo, Memo mantenía una visión tan hermética de cómo debían afrontarse los desafíos, que hubiera desdeñado de antemano los modos de afrontamiento que no se ajustaran a sus estrictos cánones de autodisciplina. Inferiorizaba el estilo de su ex pareja porque, según él, su soltura, su “falta de foco” y su gusto por lo recreativo eran predictores


de fracaso (“pensaba que ella, como filósofa, no llegaría ni a la esquina”). Probablemente, ella (que también se doctoró y que ahora estaba concursando) pudo conciliar la función académica y el tiempo personal echando mano de una habilidad que es clave para construir un perfeccionismo adaptativo, a saber: la optimización del tiempo y de los recursos de los que uno dispone. Ello supone el haber desarrollado estrategias de organización efectivas y, sobre todo, realistas. Las personas que logran balancear sus tiempos y maximizar sus recursos encarnan fehacientemente el dicho popular “se hace lo mejor que se puede con lo que se tiene”. Atienden, simultáneamente, diversas prioridades, y hacen avanzar varios proyectos profesionales, laborales, interpersonales, familiares y afectivos. La ex novia de Memo no sólo tuvo tiempo de terminar su doctorado, sino también de explorar otros roles y una forma de vida en pareja, así como la maternidad (y nada de ello impidió que concursara).

La habilidad de optimizar los recursos disponibles es el fermento de un alto sentido de autoeficacia (aquello de lo que adolecía Memo, que no advirtió, por ejemplo, que acumular tanto material y nueva información lo podría dispersar, como eventualmente ocurrió). Memo alimentaba la ilusión de impresionar al jurado para ganar el concurso, pero no ponderó de manera prudente que el tiempo dedicado al proyecto tendría que combinarse, inexorablemente, con lo que fuese surgiendo día tras día, y con todo aquello que forma parte de “lo impostergable”. Su dispersión no tuvo que ver, precisamente, con atender tales cuestiones, sino con decisiones que él mismo tomó, y que eran evitables (buscar un nuevo libro, hacer un nuevo curso, rehacer dos veces el proyecto, pedir el video de su examen doctoral, etcétera). Su descarrilamiento fue inducido por su abigarrado estilo perfeccionista, que, como puede constatarse, no supuso un factor de ayuda, sino un obstáculo. En principio, esto podría parecer por demás extraño, puesto que, en general, tendemos a


concebir el perfeccionismo como una cualidad de innegable valor rigorista. Sin embargo, la necesidad compulsiva de reasegurar la ausencia de error puede ser un gigantesco atolladero en la consecución de objetivos concretos. En otras palabras, no todo perfeccionismo es fértil ni útil ni sano ni deseable. Que Memo viese su perfeccionismo como un factor protector, y no como un factor de riesgo, era parte del problema.

Este estilo de perfeccionismo tieso prospera en una atmósfera de profunda ansiedad, frustración y angustia. Memo no registraba cuán limitante resultaba, para mismo, su modo habitual de “prepararse” para lograr sus objetivos. Esa tendencia a la perfección era como una jaula invisible que lo impulsaba a “sobreprepararse” y, en ocasiones, a autoexplotarse. Dentro de las pérdidas que ello pudiera arrastrar, Memo ya había padecido algunas. Por ejemplo, dado su talento para la filosofía, había obtenido una beca para realizar su maestría; pero demoró en hacer la tesis el doble de tiempo del que tenía como becario. Por lo tanto, aunque su tesis fue destacada, ya no obtuvo apoyo de beca para el Doctorado, y debió costeárselo con sus propios recursos. Es notable, sin embargo, que esa tesis doctoral logró realizarla dentro del lapso estipulado en gran medida por presión de su novia en aquel momento (relación que, como ya sabemos, no trascendió). A raíz de haber cumplido con el plazo del programa, y de haber realizado un buen trabajo, Memo obtuvo la mención Cum Laudem (como también sucedió en la licenciatura, tiempo en el que aún vivía con su familia de origen). Estos escenarios sugieren que, bajo presión externa, Memo tenía mayores chances de optimización del tiempo que cuando ese monitoreo externo no existía (como aconteció al momento del concurso). Pero, por supuesto, esas presiones externas también podían ser una fuente de conflicto, en la medida en que Memo las experimentara como imposiciones autoritarias (fuesen de su padre, de su ex pareja o de cualquier otra figura de apego). Por ejemplo, que su novia lo incentivase a terminar su tesis no era recibido por


Memo como un gesto amoroso, puesto que, para él, esa insistencia venía de alguien con mal pronóstico profesional (el estilo relajado y optimizador de ella eran, para él, una señal de alarma). Sus estilos nunca se acoplaron, y, de hecho, lo que Memo logró obtener bajo la presión de su padre (la licenciatura) o de su novia (el doctorado) eran los logros que mayor inseguridad le provocaban (los sentía como “ajenos”, nimios e inmerecidos).

Como se puede constatar, el “perfeccionismo desadaptativo” de Memo presentaba un grado de interferencia muy estresante. Su repertorio de respuesta a insoportables situaciones evaluativas se reducía a dos posibles reacciones pendulares: o bien respondía sobrepreparándose, o bien respondía procrastinando. Tales actitudes solían también combinarse, tal como sucedió durante el concurso. Comenzó por sobreprepararse, y acabó por abandonar.


De la sobrepreparación a la procrastinación


Ante retos competitivos, un individuo con estilo perfeccionista podría sentirse constreñido a sobreexigirse, especialmente si tiende no sólo a inconformarse fácilmente con su propio rendimiento, sino también a sobredimensionar el desempeño de los demás participantes (una señal de impostorismo que Memo exhibe sin ambigüedad). Retornando a la cuestión de las bases relacionales de la sobreexigencia, ésta puede haberse ido desarrollando precozmente, puesto que el perfeccionismo no es exclusivo del mundo adulto.

Aunque menos estudiado en la literatura psicológica, el perfeccionismo infantil constituye un factor de vulnerabilidad emocional que frecuentemente no causa alarma porque se acomoda a estándares de un perfeccionismo socialmente prescrito, el cual da frutos


académicos deseables (altas calificaciones, reconocimiento en el cuadro de honor).7 Sin embargo, el niño que se va perfilando en tal dirección puede comportarse de modo adultificado, presentar una escasa capacidad de disfrutar de sus éxitos, sobresalir en su grupo por ser el que no participa de las travesuras (incluso ser el “el soplón” de la maestra), lo que en ocasiones puede incrementar el desprecio de los pares (Oros 2005, en Aguilar Durán, & Castellanos López, 2016). Este empobrecimiento vincular va fragilizando también los mecanismos de afrontamiento del niño ante los cambios, empujándolo hacia estrategias poco adaptativas que podrían hacer mella en su adultez (por ejemplo, la evitación cognitiva, el análisis lógico improductivo (sobrepensamiento, sobreracionalización), el pensamiento desiderativo, el descontrol o la inhibición emocional y, especialmente, la paralización o inhibición generalizada (Aguilar Durán, & Castellanos López, 2016).

Algunos de tales mecanismos autodefensivos los vemos activados en la conducta de Memo, que hizo un recorrido polarizado desde la euforia inicial hacia el desmoronamiento progresivo a medida que iba obteniendo nueva información acerca del concurso. En pocas palabras, Memo fue transitando dolorosamente desde la sobrepreparación perfeccionista hacia el autopostergamiento, cayendo en conductas de procrastinación. Fue aplazando las etapas de su plan (después de todo, ampliar exageradamente la lectura le servía de pretexto para posponer el temido momento de sentarse a escribir). Postergó, además, todas aquellas actividades que, en su opinión, serían “distractores”; realizar el informe técnico con minuciosidad también le permitió postergar las fases del proyecto que mayor ansiedad le causaban, especialmente la última (preparación de la “clase-muestra”, la cual activaba su autopercibida ineficacia para expresarse de manera oral y didáctica). Este encadenamiento


7 Sobre perfeccionismo infantil y adolescente, consultar Oros, 2005; Schell, 2006; Preusser, Rice, Ashby (1994); Quinteros (2007); Rice & Preusser (2002); Rice, Kubal, & Preusser (2004); Rodríguez-Jiménez, Blasco & Piqueras (2014)


de micropostergaciones sirvieron a una postergación mayor: el abandono de su ilusión de concursar para la plaza académica. El argumento dado por Memo: “Ya habrá otra oportunidad” no hacía sino suavizar el duro dato de la realidad, que revela, como sabemos, que este tipo de oportunidades son muy escasas (además de que, un nuevo concurso, si lo hubiera pronto, no estaría exento de los condimentos que tuvo el concurso de Memo: numerosos concursantes, así como contratiempos acaecidos en el transcurso del proceso selectivo).

La procrastinación no se refiere a conductas de aplazamiento excepcionales y por razones justificadas, sino, por el contrario, a postergaciones sistemáticas y debidas, ante todo, a fallas en el modo de autorregulación (lo cual no permite organizarse ni aprovechar idóneamente los recursos con los que uno cuenta). Una característica que se puede observar con frecuencia en las personas que tienden a esta conducta de aplazamiento es la intensa culpa y autorreproche que esto suscita (es muy posible que, los tres días que Memo estuvo encerrado en su casa tras el concurso, no fueron precisamente de descanso y relax, sino un infierno de autoincriminaciones invalidantes). Además, como consta en este caso, una situación que, al comienzo, se presentaba únicamente como una posibilidad laboral, desató una avalancha de autocuestionamientos que rebasaron, por mucho, ese ámbito profesional. ¿En qué otros aspectos de su vida el perfeccionismo obstructivo de Memo lo estaba llevando por la senda de la autopostergación? Esa sensación de estancamiento personal reconfirmado, ¿era un destino fatal?


Discusión


Está documentado que los problemas de salud mental en general, y el impostorismo en particular, están en estrecha relación con situaciones académicas que se buscan evitar (Evans et al., 2018), como lo es, por ejemplo, el alto índice de consumo de psicofármacos, alcohol, tabaco y sustancias psicotrópicas en alumnos, egresados, docentes e investigadores académicos, ya sea los que tienen un empleo como los que aún no lo tienen y están en el proceso de encontrarlo.

A pesar de la gravedad y del sentido de urgencia que tal situación amerita, no abundan, en los ámbitos académicos, profesionales y laborales iniciativas formales que propongan una reflexión profunda y autocrítica acerca de los riesgos y vulnerabilidades incubados en los dispositivos eficientistas de la educación universitaria, aun cuando haya una manifiesta preocupación por resolver las cuestiones de rezago y deserción de los estudiantes en los posgrados (deserción que impacta negativamente en los indicadores de éxito de los programas y las instituciones, un punto clave en la educación modelada por una racionalidad utilitarista).

Existen, de forma aislada, algunos programas innovadores que se encaminan en esa dirección (Baik et al., 2017; Usher & McCormack, 2021; Barreira & Bolotny, 2022; Gurnani & Kaur, 2022; Ambrosino & Pacini, 2022; Al Makhamreh & Stockley, 2020), y que pueden ser punta de lanza para otros proyectos que se adecuen a contextos específicos. No obstante, se plantea la pregunta acerca de si no resulta contradictorio ofrecer (como hacen muchas universidades actuales) programas de salud mental que se basen en medidas correctivas, paliativas y sobreadaptativas, pero que no cuestionen ni problematicen el paradigma productivista-evaluador que subyace a las prácticas de autoexplotación normalizadas en términos de rendimiento cuantitativo, tanto dentro como fuera de la academia. ¿En qué punto tal cosmovisión es reconciliable con una perspectiva de la salud


mental que entienda el cuidado de y de los otros como irreductible a un dispositivo de estandarización deshumanizante y alienante?


Conclusión


La aparición espontánea y fortuita de una posibilidad laboral (concurso de oposición por una plaza académica) desencadenó una serie de perturbaciones en la vida de Memo, intensificando un modo de funcionamiento perfeccionista y procrastinador al que él estaba habitualmente predispuesto. En mismo, el concurso no suscitó dicha experiencia, sino que esta emergió del ensamblaje de circunstancias que se fueron concatenando en conjunción con las condiciones caracterológicas de Memo (tendentes a un impostorismo cuyas raíces relacionales permearon su infancia, su adolescencia y ahora su adultez: la sensación de incompetencia en relación con los demás, incluso en presencia de evidencia contraria).

Un hecho tan contingente y casual como el concurso se constituyó, para Memo, en una puesta a prueba de su típica falta de audacia, de su baja tolerancia a los procesos evaluativos, de su escasa autoconfianza, de su disminuido sentido de autoeficacia, de su diezmada autorregulación emocional y, sobre todo, de su empobrecido sentido de autovalía y autoaceptación (téngase en cuenta que este mismo evento pudo haber gatillado, en otros concursantes, respuestas de optimización, como posiblemente fue el caso de la ex pareja de Memo). No hay una proporcionalidad fija y generalizable entre lo que puede incentivar el mismo evento en un caso y en otros. Mientras que, para el resto de los participantes, el concurso pudo haber sido simplemente una oportunidad que no querían desperdiciar, pero que tampoco definía nada sobre su identidad y su valor propio, para Memo significó una


avalancha de autocuestionamientos existenciales que pusieron en jaque su precario sentido de autovalía y de autoconfianza.8 Su peculiar modo de afrontar el concurso puso en exhibición ante mismo cuán potente era, para su toma de decisiones, el temor a decepcionar.

El estilo impostorista de Memo estaba sostenido por un andamiaje de reglas, roles y mitos que gravitaban en torno al orden, el control, la perfección, introyectados más como dogmas que como pautas de organización. Memo huía del fracaso, pero también del éxito. Si fallaba, confirmaba su disvalor; pero, si triunfaba, también confirmaba su disvalor, porque, para Memo, tal reconocimiento no podía ser sincero, ni pleno; siempre habría algo que, según él, había quedado oculto o semi-oculto, y que, de develarse, evidenciaría la inautenticidad e inmerecimiento de sus logros. Puesto que, para Memo, era francamente difícil creer en las personas que lo valoraban, tendía a reaccionar autodefensivamente, y a adjudicarles soterradas intenciones de adulación engañosa o manipulación. Así, su impostorismo se alimentaba de, y nutría a, un profundo vacío relacional autoperpetrado (Memo rechazaba y anulaba la misma valoración que deseaba y que buscaba). El miedo a decepcionarse de mismo lo conducía a hacer todo lo posible por evitarlo; pero, como profecía autocumplidora, terminaba decepcionándose, y confirmando, al mismo tiempo, la premisa-lema sobre su impostorismo internalizado.


8 Los estragos provocados por el concurso en la vida de Memo ilustran cómo un evento aparentemente anodino, pequeño, puede producir un gran efecto desestabilizador (contrariamente a la supuesta proporcionalidad entre causa y efecto, la cual damos por sentada desde el sentido común). Esta viñeta pudiera ser un ejemplo interesante para la teoría del caos y su famoso “efecto mariposa” (Prigogine, 1993,1997). La existencia de mecanismos amplificadores donde pequeñas causas actúan como instigadoras o disparadoras de grandes efectos fue estudiado por Von Bertalanffy (1959; 1976), una figura paradigmática de la Teoría General de los Sistemas. También lo examinó Gregory Bateson, con su concepto de “cismogénesis” (Bateson, 1990).


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Sobre el autor Principal


María L. Christiansen es Doctora en Filosofía de la Ciencia por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), especialista en la Línea de Epistemología Crítica de las Ciencias de la salud Mental. Se desempeña como Profesora-Investigadora Titular en el Departamento de Filosofía de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guanajuato, México. Es Miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología de México (CONAHCYT).


Declaración de intereses


Se declara no tener ningún conflicto de intereses, que puedan haber influido en los resultados obtenidos o las interpretaciones propuestas.


Declaración de intereses


Declara no tener ningún conflicto de intereses, que puedan haber influido en los resultados obtenidos o las interpretaciones propuestas.